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A Tiempo

Ganador del concurso Cuento Surrealista

del Museo Leonora Carrington San Luis Potosí 2020

Esta mañana encontré tiradas junto a mi cama unas cinco de la tarde.

Primero traté de asegurarme de que fueran mías. Nunca me ha gustado quitarle el tiempo a nadie. Las olí. Un fuerte aroma, un poco rancio, me lo confirmó.

No eran las cinco de la tarde de ayer ni las de antier porque recordaba muy bien haberlas vivido, y además, la consistencia de las que hallé, era de una innegable frescura. No tenían todavía esa textura idealizada y borrosa que tienen las horas cuando se hacen viejas. Debían llevar poco tiempo en el suelo.

Aunque me parecía inútil, hice un recuento de mis horas de la última semana. Como era de esperar, estaban completas y usadas. Las cinco de la tarde es una hora particularmente gozosa para mí. La tarde comienza a caer, el calor se aligera y el sol comienza a montar el primer acto del espectáculo de su muerte y resurrección. De manera que es cuando más activo estoy y cuando dedico mis mejores energías a lo que más me gusta hacer: matar el tiempo. En reciprocidad, un día el tiempo me ha de matar a mí.

Dudé que se tratara de unas cinco de la tarde de un día futuro, ni siquiera de un día próximo cercano, pues las que encontré eran claras, sin la confusa ensoñación, ni el evidente engaño que entrañan las horas que tardan en llegar. No. Mi intuición me decía que eran las cinco de la tarde de ese mismo día. En un impulso revisé mi reloj: faltaba el número cinco. Tomé las cinco de la tarde y me empeñé en meterlas dentro. Era como tratar de embotellar el mar.

Me sobresalté. Cómo sería un día a las cinco de la tarde, sin cinco de la tarde. Cómo podría continuar la vida saltando de las 4:59 a las 6:00, qué habría en ese hueco. Me horrorizaba la idea de desaparecer durante una hora en un abismo profundo, o de quedarme estático durante 60 fragmentos y de aparecer en otro sitio una hora después, como si nada hubiera ocurrido. Mi madre me instaba a no perder el tiempo, a usarlo en algo de provecho. Es una especie de trauma infantil que no he podido superar.

Tener en mis manos las cinco de la tarde, no sería igual que vivirlas. Reflexioné que envejecemos desde dentro, desde las células, desde las inflexiones de lo sentido, así que pensé en comerlas o en tragarlas como píldoras para reintegrármelas de alguna forma, pero el presentimiento de que el proceso digestivo las dañaría irreparablemente me hizo desistir. Pensé en untármelas para ver si las absorbía vía cutánea. Me quité la ropa hasta la desnudez y comencé a sobar las cinco de la tarde contra mi piel, sin conseguir otra cosa que dejarla colorada, mientras ellas conservaban intacta su lozanía sesentera.

La jornada se me fue como si hubiese estado aguantando la respiración. No pude trabajar, ni hablar con nadie. Un sobrecogimiento general hizo que no me separara de las cinco de la tarde, ni para ir al baño. Se mojaron un poco mientras me duchaba y tengo miedo de que pudieran haber encogido y que ahora solamente alberguen 58 o 55 minutos, pues eso podría alterar por completo mi continuo espacio ─ tiempo.

Cerca de las cuatro la preocupación se volvió miedo, cuando de mi cuerpo comenzó a escurrir una sustancia transparente, de gusto agridulce y olor floral, que goteaba hacia el cielo, evaporándose apenas unos centímetros fuera de mi piel. Provenía de todas partes de mí y era cada vez más intensa. Primero se desprendieron solo segundos, más tarde minutos enteros, hasta que comencé a dejar charcos de semanas en el aire.

El tiempo se acababa. Abracé las cinco de la tarde como un condenado a su última hora. Arañando las cuatro cincuenta y nueve, con el reloj de mi cuerpo vacío, la alarma sonó.

Fernando Tamaríz

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